sábado, 14 de mayo de 2011

La política en contra del pueblo o cómo llegamos a esto

La política es el arte de la administración pública. Por su propia definición, tiene una influencia directa en la vida cotidiana de todos los individuos que conforman una sociedad dada. Sin embargo, en muchas democracias – y no sólo en el Perú – la sociedad tiende a vivir desinteresada de lo político y sólo reacciona, más pasional que racionalmente, en los momentos electorales. Esto tiene consecuencias muy graves para todos: en primer lugar distancia a los representantes políticos de sus electores, convirtiendo así a la gestión pública en un arte abstracto y difícil de entender para la sociedad, y seguidamente camufla, e incluso merma los amplios beneficios de la democracia para la sociedad civil. ¿Es el actual momento electoral un síntoma de este distanciamiento? ¿La política en el Perú responde a las necesidades del pueblo? ¿Podemos sacar lecciones valiosas de esta complicada situación?



Para nadie es un secreto que la clase política se ha desprestigiado en gran medida en los últimos años. El Congreso de la República alberga a personajes lamentables que, desde hace ya un par de décadas, no dejan de asombrar a la opinión pública con su manera de actuar burda y desmedida, con las corruptelas ordinarias de los padres de la Patria y, más grave aún, con los supuestos nexos entre congresistas de varias tiendas políticas y el narcotráfico o intereses económicos que no le hacen ningún bien al país, como lo demuestra la reciente ampliación de beneficios patrimoniales a las empresas azucareras. 

Por el lado del poder Ejecutivo, las cosas tampoco son color de rosa. En el presente gobierno los escándalos de los petroaudios lograron tumbarse un gabinete, con el primer ministro de aquél entonces que ahora se encuentra en el ojo de la tormenta. Haciendo una retrospección de las últimas dos décadas, podemos ver, con hidalgas excepciones, valga precisar, que el panorama general del Ejecutivo se ha visto enturbiado por diversos escándalos, no todos vinculados con la corrupción, pero que sí desprestigian a la clase política y le dan pie a la desconfianza y el desdén de la ciudadanía.

Bajando un poco más en el escalafón de los cargos públicos, nos damos cuenta que existe una corrupción más o menos generalizada en los más diversos ámbitos, donde intervienen funcionarios medios y bajos, que son los que tienen el contacto más próximo con la población: policías, agentes migratorios, funcionarios de salud, de los gobiernos regionales y locales, todos aquellos que, a cambio de un “favor”, pueden agilizar un trámite, mirar para otro lado, o incluso conseguir un puesto de trabajo. Si bien estos funcionarios no hacen política, en el sentido proselitista de la palabra, sí son identificados por la ciudadanía como parte del aparato público, y por ende, representantes del Estado y de su clase política. Y a la ciudadanía no le falta razón.

Este panorama ha provocado, sin duda, un amplio rechazo de lo político en general, percibiendo a los políticos tradicionales como personas corruptas, arribistas y dispuestos a dejar atrás sus ideales por aferrarse a un cargo público, como lo ha demostrado claramente el transfuguismo parlamentario, tan en boga en las últimas dos décadas. 

Lo descrito anteriormente favorece, de manera clara, la aparición de outsiders, personas que no son consideradas por la opinión pública como pertenecientes a la clase política tradicional y que, por eso mismo, tienen un halo de protección que se quiebra, por su propia naturaleza, en el momento en que toman las riendas del Estado. Esto es particularmente cierto a nivel de los gobiernos regionales, que actualmente son encabezados, en su gran mayoría, por personajes independientes no pertenecientes, al menos no formalmente, a partidos políticos tradicionales. 

Seguidamente, otro elemento que ha contribuido con la actual situación es la fragmentación personalista de las propuestas políticas, como consecuencia de la progresiva erosión de los partidos políticos, muy desprestigiados en el país por todo lo descrito anteriormente. Esta división, que en este caso se da al centro y a la derecha del espectro político, se asemeja a lo sufrido por la izquierda hace más de tres décadas y que impedía persistentemente la llegada al poder de esas opciones políticas: “divide y vencerás”.

Este análisis ya se ha hecho desde diversos sectores y apunta y responsabiliza a PPK, a Toledo y a Castañeda por no haber podido prever lo que, inexorablemente, señalaban las encuestas a pocos días de la primera vuelta. Toledo peca de soberbio al decir que a él nadie lo escuchó cuando hizo el llamado a la unidad. La verdad es que esta unión debió hacerse desde el principio, en aras de salvaguardar los intereses del país. Hoy ya es muy tarde para disculpas y explicaciones. ¡A llorar al río!

La tenue luz de esperanza surgida de una alianza parlamentaria entre los partidos políticos más al centro del espectro político parece desvanecerse por la calidad de nuestros representantes. El Congreso que se viene es de terror y ya estamos todos advertidos. Nada nuevo en el horizonte en ese sentido.

Por ello en esta segunda vuelta estamos cosechando la falta de visión de nuestra desprestigiada clase política, estamos, una vez más, sufriendo de su ceguera y falta de compromiso con el futuro del país y nos encontramos en un debate estéril entre “el salto al vacío” o el “retorno al fuji-montesinismo de los 90”. 

Aquellos que dicen que en el Perú se dio un voto castigo, un voto anti-modelo, están haciendo un análisis facilista que impide tener una visión más depurada del hastío ciudadano frente a sus representantes. Las estadísticas del desarrollo en el Perú son contundentes, así como lo es el aumento progresivo y contundente en la calidad de vida de las personas; los estratos socioeconómicos más bajos han aumentado más sus ingresos proporcionalmente a los estratos más altos Los procesos de electrificación rural y de saneamiento público van en considerable avance. La infraestructura ha venido desarrollándose notablemente. Creo que la población peruana en su gran mayoría respalda este modelo. Lo contrario hubiese significado una contundente victoria del humalismo en primera vuelta. Recordemos que un 70% del electorado se expresó a favor de opciones que defienden el modelo.

Con una clase política ordenada y delimitada por partidos políticos sólidos e influyentes en la vida política cotidiana, muy probablemente las candidaturas de PPK, Toledo y Castañeda se hubiesen decantado en una sola, permitiendo quizás una victoria en primera vuelta o, en todo caso, una sólida reiteración de estas propuestas en segunda vuelta. 

El riesgo que representa la candidatura fujimorista es que continuemos en un camino donde la corrupción permanece impune, lo cual a su vez generará un mayor descontento de la población hacia la clase política y podría potenciar el desgobierno o dar pie a propuestas radicales y populistas. Por ello el mayor reto para esta candidata, de ganar las elecciones, será luchar frontalmente contra la corrupción y demostrar que se puede aprender de los errores del pasado – ella no carga con un pasivo personal, pero sí de la opción política que representa –. 

Ad portas de estrenar un(a) nuevo(a) presidente, cabe preguntarse qué responsabilidades tiene la clase política peruana en su conjunto frente a la actual coyuntura – muchos ya han reconocido su parte de responsabilidad en el asunto – y, particularmente, ver cómo va a reaccionar, salga quien salga elegido, en aras de mejorar la calidad de la gestión pública y de luchar frontalmente contra la corrupción, flagelo que es responsable, en gran medida, de lo que hoy estamos viviendo. Pero de ahí a decir que la población reclama un cambio de modelo es manipular la voluntad popular al servicio de los intereses de una opción política. 

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