lunes, 17 de octubre de 2011

La crisis y la indignación

El movimiento de los indignados ya ha alcanzado una amplitud global, evidenciando un hartazgo generalizado de la sociedad civil internacional frente a un sistema mundial al que le encuentran más defectos que virtudes. Frente a esta situación numerosos analistas, líderes, periodistas y representantes de la sociedad civil se han pronunciado llegando, en resumidas cuentas, a dos posiciones que o bien refuerzan las causas de la protesta, explicándolas y analizándolas, o bien presentan una situación de incomprensión por parte de la sociedad civil con respecto a  la complejidad de la gestión pública y privada y a la dificultad que existe para alcanzar soluciones, presentando a los manifestantes como una “minoría marginal” (Aznar dixit) que no comprende las problemáticas de la globalización. Sin embargo, lo que nadie niega es que se ha reabierto una pregunta realmente trascendente: ¿hemos llegado a un agotamiento del sistema internacional? En ese sentido cabe preguntarnos: ¿Debería haber cambios radicales en el comportamiento de los gobiernos y las instituciones nacionales, regionales e internacionales? Y, si ese fuera el caso, ¿qué cambios son necesarios? ¿Son éstos acaso similares a los exigidos por la sociedad civil “indignada”? ¿Qué representatividad tienen los “indignados” frente a la sociedad civil global en general? ¿Son ellos los voceros legítimos de esta última? Algunas de estas preguntas son demasiado complejas y deben ser analizadas con gran detenimiento para poder evidenciar la magnitud de la crisis que se nos viene encima y encontrar las soluciones adecuadas a los diferentes problemas que ésta va a desencadenar a nivel internacional.


 

En primer lugar se va llegando a un consenso con respecto a la desregulación del sistema financiero como principal causa estructural de la crisis de 2008, precursora del actual momento que vivimos y cuyas principales aristas permanecen aún intactas, a pesar de los grandes discursos pronunciados en aquél momento: “hay que moralizar el capitalismo”, exhortaba Sarkozy, “hay que cambiar la estructura del sistema financiero”, anunciaba un preocupado Obama a la comunidad internacional y, sin embargo, los Estados terminaron poniendo los recursos necesarios para “salvar” de la ruina y la catástrofe al sistema financiero. En otras palabras, el sector público, que representa a los ciudadanos y que utiliza los recursos del contribuyente, valga recalcar, subvencionó al sector privado. Una de las principales causas de “indignación” de la sociedad civil yace en este punto: la gente financiando a los bancos y a sus errores. 

Eso, queridos amigos, más allá de ser una aberración es una inmoralidad. Definitivamente tenemos el derecho de indignarnos frente a una solución tan poco creativa y, sobretodo, tan injusta, que la sociedad civil no tuvo tiempo de discutir, ni mucho menos de digerir – hoy se ve esto reflejado en el descontento generalizado que impera a nivel global –. Otra solución, con otros resultados, hubiese sido la de involucrar al sector privado en el esfuerzo y encontrar alguna fórmula para que los bancos paguen, en el tiempo, las consecuencias de sus errores.

También cabe preguntarse por qué llegamos a este estado de las cosas, en el que se regulaba para desregular. Pues simplemente porque el capitalismo aspira a eso. Como lo dice su propio nombre, el capitalismo busca maximizar el capital y para lograr ese objetivo no hay consideraciones éticas, morales ni sociales (no sé lo que es peor, pero son graves todas las omisiones). El sistema internacional, dominado por el capitalismo y sus principales intereses (es decir los intereses del sistema financiero privado, principal beneficiario del capitalismo como sistema global), no tiene ningún futuro, porque es absurdo pensar que la humanidad, como tal, se ha trazado la meta última de maximizar el capital. ¿Qué es el capital entonces? ¿A qué nos lleva? ¿De dónde proviene? Son preguntas clave que no parecen hacerse por el momento ni los grandes representantes del capitalismo, ni la sociedad civil indignada. 

Tenemos entonces que ponernos una meta seria como humanidad, como planeta globalizado que somos, teniendo en cuenta las inexorables interrelaciones que lo caracterizan, dado que ese proceso no es concomitante con la aparición del capitalismo, sino que es tan antiguo como las migraciones del primer hombre y cuyos procesos simplemente se han acelerado por la revolución tecnológica en el campo de las comunicaciones y el transporte. Esa meta, tendrá que contener el bienestar social como base, ya que sin esa estrategia, la inestabilidad y las crisis serán permanentes y cada vez más intensas, ya que es altamente cuestionable que, mientras el producto bruto global crece a ritmos sin precedentes (hablando sobre todo de ciclos históricos, más que de momentos puntuales de unos pocos años), existan aún innumerables problemas sociales que resolver. Aclaro, la desigualdad no es uno de ellos a mi juicio, pero eso es otro tema de discusión.

El gran problema es que el movimiento de los indignados, que ha logrado una internacionalización sin precedentes acorde con los procesos globalizadores que nos son contemporáneos, aún no ha logrado definir muy bien cuáles son sus propuestas. Esto afecta su legitimidad, que se puede diluir sin lograr que se hable con una sola voz, lo cual es lo más probable, dado que en muchos casos se ha utilizado este contexto de indignación como mecanismo de protesta frente a problemas muy locales (como en el caso español) que no necesariamente tienen que ver con el sistema capitalista o que, en todo caso, mezclan varios elementos en un mismo paquete, lo que termina restándole fuerza al mensaje, más no al movimiento. A pesar de ello, un gran mérito de la sociedad civil internacional es que se ha logrado, sin existir un liderazgo claro, comunicar el mensaje principal: “ESTAMOS INDIGNADOS”. 

La legitimidad de la protesta, como movimiento global, radica en mantener ese mensaje de indignación y si bien no es representativo de toda la sociedad civil – en un mundo plural eso está descartado per se –, sí tiene una base lo suficientemente amplia como para que sea escuchado por los tomadores de decisiones.

El principal riesgo, más allá de la dilución del mensaje, es que la comprensión del problema no sea lo suficientemente fina como para exigir soluciones que realmente incidan en la solución a la crisis. Por ejemplo, un temor aquí esgrimido es que se empiecen a restringir libertades (no solo comerciales, sino individuales), como producto de la confusión recurrente entre sistema capitalista y liberalismo. Es más, las ideas liberales pueden caer en un desprestigio tal que podríamos entrar en una nueva ola de neo-oscurantismo dominado por posiciones ideológicas y ya sabemos el gran daño que le ha causado eso a la humanidad en reiteradas oportunidades.

Hay una dura batalla que deberemos librar para demostrar que una cosa está disociada con la otra y que el grave daño que la ha hecho el neo-liberalismo al mundo no es sino la expresión del capitalismo como elemento dominante en el sistema internacional (aparte impulsado por el hegemón en un mundo que si bien va hacia el multilateralismo, aún tiene posiciones muy fuertes defendidas por Estados Unidos y por los intereses del sistema financiero global). 

Más bien lo que aquí se plantea es que justamente los indignados tienen más de liberales que lo que creen: apuntan a una regulación del sistema financiero (que existió, pero que fue mermando en la medida en que se empezó a regular la desregulación), apuntan a una igualdad de oportunidades en un mundo meritocrático, a la posibilidad de tomar decisiones como colectivo, como individuos e incluso como minorías, en resumen apuntan a un reconocimiento de los derechos de las personas frente a los derechos de las instituciones y a mecanismos que logren ponerlos en vigencia. Nada más cercano al liberalismo.

Desgraciadamente en un mundo en el que el capitalismo ha ido desmaterializando la propiedad, como dijo Schumpeter, la posesión de acciones en vez del vínculo material con las cuatro paredes de una industria y las máquinas allí contenidas, permite la acelerada desmoralización de las relaciones comerciales y el desapego de los accionistas (antes propietarios) con sus bienes (acciones que difícilmente representan algo concreto). Entiendo la necesidad de simplificar las relaciones comerciales mediante la abstracción, pero no podemos perder el norte. ¿Alguien cree sinceramente en la maximización del capital como fin de la humanidad? Un poco de sentido común, por favor. Pero no caigamos en el facilismo de acusar a un monstruo abstracto del que entendemos poco y sobre el cual tendemos a simplificar demasiado.

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